Cuando el 25 de abril el Gobierno de Estados Unidos rechazó la solicitud de Habeas Corpus de Gerardo Hernández Nordelo, lo hizo de modo muy categórico sin dejar margen a la duda. Washington quiere que el tribunal de Miami declare inadmisible esa petición y que lo haga sumariamente, sin convocar una audiencia para examinar sus méritos, sin escuchar a Gerardo, sin presentar las evidencias que oculta. Así responde al último recurso de un ser humano condenado a dos cadenas perpetuas más quince años.
De modo semejante Washington solicitó que sea desestimada la apelación de Antonio Guerrero y la de René González.
Son tres acciones casi simultáneas que revelan la naturaleza profundamente arbitraria e injusta del sistema norteamericano. Ocurrieron hace una semana, pero no se convirtieron en noticia, salvo alguna referencia en nuestros medios.
La dictadura mediática es, probablemente, en la actualidad el instrumento más eficaz en la política hegemónica del imperialismo. Domina ampliamente la información a escala planetaria, determina lo que la gente puede saber y bloquea con mano de acero lo que quiere encubrir.
La batalla por la liberación de nuestros Cinco compatriotas sólo podrá ganarse si comprendemos ese dato esencial del mundo de hoy y somos capaces de actuar en consecuencia.
No es casual que exista tan férrea censura. Precisamente la apelación colateral de Gerardo se fundamente en el ocultamiento de las evidencias y en la función perversa de los llamados medios de información.
Se trata de un caso del que casi nada se supo más allá de Miami. Las grandes corporaciones impusieron total silencio hacia afuera, mientras sus corresponsales en esa ciudad se unieron a medios locales de dudosa reputación para desatar una virulenta campaña contra los acusados que contribuyó a formar lo que los tres jueces de la Corte de Apelaciones describieron como una “tormenta perfecta” de prejuicios y hostilidad en la que basaron su decisión de anular el juicio.
La propia Jueza Lenard en repetidas ocasiones protestó por las acciones provocadoras que realizaban esos supuestos periodistas que creaban miedo a los miembros del Jurado quienes se sentían amenazados.
En el 2006 se supo que esos provocadores recibían pagos del gobierno norteamericano para realizar su sucia labor. Desde esa fecha varias organizaciones de Estados Unidos están reclamando a Washington que entregue los datos que esconde sobre el alcance de una conjura cuya existencia es más que suficiente para demostrar la escandalosa prevaricación de las autoridades.
Durante cinco años aquellos amigos norteamericanos han librado un esfuerzo tan noble como solitario, sobre el cual nada han reflejado los medios corporativos y poco es lo que ha trascendido a los que se consideran su alternativa.
Por eso no le resultó difícil al Gobierno mantener su obstinada posición y seguir imponiendo el secreto.
Tampoco ha encontrado obstáculos para mantener invisibles las imágenes de satélite que celosamente guarda sobre el incidente del 24 de febrero de 1996. No permitió que las vieran hace 15 años los investigadores de la Organización de Aviación Civil Internacional, se negó a presentarlas al Tribunal de Miami y ahora reitera su negativa. Tan obvia y sospechosa es su actitud de impedir que otros vean las pruebas que sólo conoce Washington que en su dilatado alegato de 123 páginas y tres anexos contra Gerardo apenas aluden al asunto en un torcido párrafo de cinco líneas.
Permítanme una breve recapitulación. Gerardo Hernández Nordelo no tuvo absolutamente nada que ver con el derribo de las avionetas el 24 de febrero de 1996. El propio Gobierno de Estados Unidos, el de W. Bush, reconoció que carecía de pruebas para sostener su acusación contra Gerardo y pidió a última hora retirarla. Lo hizo en un documento oficial, titulado “Petición de Emergencia” y que, según ellos mismos, constituía una acción sin precedentes en la historia de ese país.
Aquí está el documento fechado mayo 25 de 2001, pronto cumplirá diez años, pero él no existe para quienes se hacen llamar “medios de información”. De mi ancestro andaluz guardo cierta tendencia a la obstinación y por eso cargo con él de vez en cuando, pues los gitanos también creen en el azar. Nunca se sabe. A lo mejor un día alguien descubre que este documento existe.
Volvamos al incidente del 24 de febrero de 1996. Ningún tribunal de Estados Unidos tenía jurisdicción sobre tal hecho, salvo que hubiese ocurrido en el espacio internacional. La investigación realizada por la OACI reveló algo sorprendente. Pese a estar advertidas de antemano por su gobierno las estaciones de radar norteamericanas o no registraron el suceso u ofrecieron datos contradictorios o destruyeron esos datos. La única “prueba” suministrada por las autoridades estadounidenses es el testimonio del capitán de un navío que opera, ¿casualmente?, desde Miami.
De ahí el interés, primero de la OACI y luego de la defensa de Gerardo por las imágenes satelitales. El Gobierno norteamericano nunca negó la existencia de esas imágenes, admitió tenerlas pero lleva quince años prohibiendo que alguien más pueda verlas.
¿Cómo explicar que hayan logrado ocultarlas con éxito durante tanto tiempo? Simplemente porque su reveladora conducta nunca se ha vuelto noticia, porque han contado con la complicidad de las grandes corporaciones mediáticas, pero también, hay que decirlo, con la indolencia nuestra.
El peor enemigo de la libertad de prensa es la dictadura mediática, la que ejercen las grandes corporaciones que manipulan la información y la sustituyen por la industria del engaño.
Esa dictadura impone el menú noticioso que circula por nuestras redacciones y con él sus códigos de lenguaje e interpretación. Si queremos desarrollar un periodismo veraz, capaz de transformarse en verdadera alternativa, es preciso salirse del menú y buscar la verdad en otras fuentes. Esa es una necesidad profesional pero también un deber de solidaridad para con aquellos que, carentes de recursos, libran duras batallas en solitario. Ayudar a la articulación de sus dispersos esfuerzos es obligación de la prensa revolucionaria. Es también la mejor receta para curar la infección de aquellos códigos que circula, muchas veces inadvertida, entre nosotros.
Actuando así también pudiéramos hacer noticias. Sin inventarlas ni fabricarlas, como las que abundan en el menú que nos sirven día y noche. Sino quebrando los cerrojos que encierran verdades como las que me he permitido mencionar aquí. Seamos, en fin, como quería Julio Antonio Mella que fuésemos: “Seres pensantes, no seres conducidos”.
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